sábado, 14 de enero de 2012

Oigo la voz en el ombligo todo el tiempo

En agosto del 2010, cuando me fui al retiro espiritual a reencontrarme con las tetas de mi madre, tuve la siguiente visión:

Camino a Pirque hay una gran vuelta en carretera que delata la llegada al lugar, justo en esa vuelta hay dos escaleras hechas de cemento que forman una pirámide y luego un nuevo piso para seguir camino arriba.
Me vi subiendo la escalera con Renato en brazos, más bien con los pies de Renato en mis brazos y su cara la veía avanzar entre mi zapatilla y punta de zapatilla, entre los cordones sueltos y el polvo que levantábamos con Ignacio por el peso de los pies en una ya avanzada caminata. Nos vi bajando, y luego al pisar la carretera ya no los vi más, ni a ellos ni a la carretera, ni a ellos ni a las escaleras.

Recuerdo haber dejado de caminar.


Al fin llegué. Hacía calor, el paisaje no era hermosamente verde, era hermosamente gris.
en el grande espacio árido, donde rebotaba en la cara el zol, apareció una mesa rectangular de madera bastante grande. En los dos extremos de los bordes estaban paradas las mujeres negras, gordas, vestidas igualmente con vestidos blancos, un amarre en la cintura, con un paño blanco en la cabeza, los labios grotescamente gordos pintados de rojo y las palmas de las manos arrugadas y blancas.

Poseían la risa, la burla, el coraje y hasta un algo de actitud amazónica. Con esa misma actitud una de ellas cogía un pequeño bolso, al mismo tiempo en que se llevaba la otra mano a la cintura y se me acercaba para entregármelo.
Agarré el pequeño genero, lo abrí, metí la mano izquierda como para sacar un gran puñado de cabritas, agarré todas las piedras que estaban dentro. Fue cuando supe que estaba ahí para tirar mi suerte, que me leyeran las piedras de mi destino, para pedir consejo de mi grande mal como también para exigir esclarecer la confusión que gobernaba cada hebra de mis deseos, las hebras torpemente tejidas enredando los sueños.

Las piedras a la mesa, los cuerpos negros inclinados a la mesa, los ojos a las piedras, sus caras a la mía, sus carcajadas en mis oídos haciendo vibrar el centro del cuerpo, la burla me humilla, me averguenza. La voz me increpa:

- Y tú, ¿de qué te quejas? si naciste parada sobre el elefante gris.

Las dejé a mi espalda, luego desperté.

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